San Pambo fue uno de los fundadores del grupo de monasterios del desierto de Nitria, en Egipto. En su juventud, fue discípulo de San Antonio, compañero de los grandes padres, San Isidoro y los dos Macarios e instructor de Dióscoro. Anión, Eusebio y Eutimio, los "hermanos altos" que fueron perseguidos por apoyar el origenismo. Cuando el perseguidor de los "hermanos altos", Teófilo de Alejandría, reprochó a Pambo el no haber informado de los hechos al arzobispo, aquél respondió sarcásticamente: "Si no es capaz de sacar una lección de mi silencio, tampoco la habría sacado de mis palabras." Pambo, como el resto de los monjes de la Tebaida, se dedicaba a tejer esteras de hojas de palma, practicaba prolongados ayunos y otras severas mortificaciones y se consagraba exclusivamente a la oración durante largos períodos. Era de apariencia tan majestuosa, que nadie se fijaba en los andrajos que vestía, puesto que recogía las ropas que los otros desechaban. Se distinguía particularmente por su dominio de la lengua, que se manifestaba tanto en el silencio como en la consideración con que hablaba. Pero, como limaba sus frases antes de pronunciarlas, tenían éstas algunas veces un filo acerado que podía parecer descortés a quienes no le conocían. Pambo se había dedicado a practicar particularmente el dominio de la lengua, debido a que su maestro había empezado la primera lección con el salmo 38: "Y dije: Pondré atención a mis palabras para no pecar con la lengua." "Eso es lo que voy a hacer hoy", dijo Pambo a su maestro, y se retiró a reflexionar sobre ello. Una vez que hubo meditado todas las consecuencias de ese texto, volvió a recibir la segunda lección, ¡seis meses después!
El mundo tiende a considerar como sabios a quienes hablan poco, por ése simple hecho. Pero el silencio puede tener por causa, ya la falta de ideas, ya la abundancia de ellas y la fuerza de voluntad. En todo caso, quienes iban a consultarle no salían decepcionados: de su boca brotaban sabios consejos, y algunos de sus dichos le hicieron famoso. Rufino fue a visitarle en 374; Santa Melania la Mayor, la viuda romana que fundó un convento en Jerusalén, lo visitó más tarde. En su primera visita, Santa Melania regaló a San Pambo trescientas libras de plata que el santo aceptó para darlas a los monasterios pobres, sin pronunciar una sola palabra de gratitud. Melania le recordó discretamente: "No olvidéis las trescientas libras." Pambo replicó: "Aquél a quien habéis hecho ese regalo no necesita que le digáis el valor de vuestra plata." En otra ocasión, como un visitante le pidiese que contara un dinero que le habían enviado para los pobres, Pambo respondió: "A Dios no le importa el cuánto sino el cómo." A diferencia de tantos otros monjes y ascetas, San Pambo no tenía una mentalidad estrecha. En cierta ocasión, dos monjes discutían sobre cuál de dos hombres era mejor: uno que había gastado una fortuna para hacerse monje y otro que había gastado una fortuna en hacer el bien a los pobres. Pambo zanjó la cuestión: "Ante Dios, los dos son perfectos." En otra oportunidad, dos visitantes le describieron detalladamente las austeridades que practicaban y las limosnas que habían hecho. Le preguntaron si con eso salvarían su alma y el santo replicó: "Yo hago lo mismo que vosotros y no por eso soy un buen monje. Tratad de no ofender jamás al prójimo y así os salvaréis." La muerte sorprendió a San Pambo cuando tejía un cesto para su discípulo Paladio. "Desde que llegué al desierto, jamás he comido nada que no hubiese ganado con el trabajo de mis manos y no recuerdo haber dicho nada de que haya tenido que arrepentirme después. Y sin embargo, tengo la impresión de que Dios me llama a sí cuando aún no había comenzado a servirle realmente." Santa Melania, que estuvo presente en su muerte, se encargó de los funerales y recogió, como una preciosa reliquia, la cesta que estaba sin terminar.