Corrían los primeros años del siglo III. Todo el drama se desarrolló en la ignorada aldea africana de Teburón, a treinta kilómetros de Cartago. Septimio Severo había desatado la quinta persecución contra el cristianismo.
Fueron arrestados los jóvenes catecúmenos Revocato y Felicidad -su compañera de esclavitud-, Saturnino y Secúndulo. Entre ellos se hallaba también Vibia Perpetua, de noble nacimiento, esmeradamente educada y brillantemente casada. Perpetua tenía padre y madre y dos hermanos -uno, catecúmeno como ella- y un hijo de pocos meses de vida al que todavía estaba amamantando.
Según la costumbre de aquel tiempo, los primeros días permanecieron en sus casas estrechamente vigilados. En esta circunstancia los detenidos se hicieron bautizar.El padre de Perpetua le suplicó desesperadamente que abjurara. Luego, ya en el tribunal, subieron al banquillo y todos confesaron.
Fueron condenados a las fieras.
Felicitas estaba en avanzado estado de gravidez. Ya en la cárcel, nació una niña, que una cristiana adoptó como si fuera suya.
Por fin se los llevó al anfiteatro. Marcharon tranquilos, con una mirada radiante. Los hombres fueron destrozados por los leopardos, osos y jabalíes. Para las jóvenes mujeres, el diablo había reservado una vaca bravísima. La elección era insólita, como para hacer con la bestia, mayor injuria a su sexo. Fueron presentadas en el anfiteatro, desnudas y envueltas en redes. El pueblo sintió horror al contemplar a la una, tan joven y delicada, y a la otra madre primeriza con su pechos destilando leche. Fueron entonces retiradas y revestidas con túnicas sin cinturón.
La primera en ser lanzada al aire fue Perpetua y cayó de espaldas. Apenas se incorporó, recogió la túnica desgarrada y se cubrió -más preocupada del pudor que del dolor-. Luego, requirió una hebilla, para atarse los cabellos. No era conveniente que una mártir sufriera con los cabellos desgreñados, para no dar apariencia de luto en su gloria. Así compuesta, se levantó, y al ver a Felicidad golpeada y tendida en el suelo, se le acercó, le dio la mano y la levantó.
Ambas mujeres se pusieron en pie y, vencida la crueldad del pueblo, fueron llevadas a la Puerta de los vivos. Allí Perpetua fue recibida por el catecúmero Rústico. Como despertándose de un profundo sueño, empezó a mirar en torno suyo y, con estupor de todos, preguntó:
-¿Cuándo nos echarán esa vaca que dicen?
Como le dijeron que ya se la habían echado, no quiso creerlo hasta que vio en su cuerpo y en su vestido las señales de la embestida.
Luego mandó llamar a su hermano, y al catecúmeno, y les dijo:
-Permanezcan firmes en la fe, ámense los unos a los otros y no se escandalicen por nuestros sufrimientos.
El pueblo reclamó que los heridos fueran conducidos al centro del anfiteatro para saborear con sus ojos el espectáculo de la espada que penetra en los cuerpos. Los mártires espontáneamente se levantaron y se trasladaron adonde el pueblo quería; pero, antes, se besaron con el rito solemne de la paz.
Todos permanecieron inmóviles y recibieron en silencio el golpe mortal. Sáturo, que según la visión que tuvo en prisión debía ser el primero en subir la escalera y esperar a Perpetua en la cúspide, fue el primero en rendir su espíritu.
Por su parte, Perpetua, para gustar algo de dolor, al ser punzada entre las costillas, profirió un gran grito; después, ella misma tomó la torpe mano del gladiador novicio y dirigió la espada a su garganta.
Sin duda, una mujer tan excelsa no podía morir de otra manera sino de su propia voluntad.
Era el 7 de marzo del año 203.
Las actas martiriales, extraviadas y recuperadas siglos más tarde, son auténticas. La mayor parte de ellas fue escrita por la misma santa Perpetua en la prisión y el resto por Sáturo, diácono, o por su coetáneo Tertuliano.