El día Sábado Santo en la iglesia recibe el nombre del Sábado Bendito, y el primer oficio de este día, que se celebra después de la lectura de las Horas o bien el Viernes Santo en la tarde, es el oficio de las Vísperas del Viernes Santo. Conmemora la sepultura de Cristo.
Antes del comienzo del oficio, se coloca un ícono pintado en tela sobre el altar, el cual representa el Cristo yaciente después de ser bajado de la cruz. Este icono se llama, en griego, el Epitafio.
Como es habitual, se inician las Vísperas con himnos acerca del sufrimiento y muerte de Cristo. Después de la Entrada con el Libro de los Evangelios y el himno Luz Radiante, se leen unas lecturas del libro de Éxodo, de Job y de Isaías (52,13-54,1). Luego se lee la Epístola tomada de la Primera Carta de San Pablo a los Corintios. (I Corintios 1,18-31) El prokimenon y los versículos del Aleluya son de carácter profético:
Repartieron mis vestiduras entre ellos, y sobre mi túnica echaron suertes. (Salmo 21,18)
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Salmo 21,1)
Me han echado en lo profundo de la fosa, en las tinieblas, en los abismos (Salmo 87,7)
Luego se da lectura al Evangelio, con una selección tomada de los cuatro evangelios con los relatos de la crucifixión y sepultura de Cristo. Durante la lectura del Evangelio y al llegar al relato en que José de Arimatea baja de la cruz el cuerpo de Jesús, el sacerdote toma la cruz, que ha estado en medio del templo desde la noche anterior, la envuelve en una sábana blanca y la retira, siendo llevada hasta el santuario, detrás del altar, lugar en que permanece (cubierta siempre por la sábana blanca) hasta la fiesta de la Ascensión del Señor.
Después de más himnos que glorifican la muerte de Cristo, mientras el coro canta el cántico de Simeón, el sacerdote, revestido de ornamentos de color oscuro, inciensa el Epitafio, que todavía se encuentra sobre la mesa del altar. Luego, después del Padre Nuestro, mientras se canta el tropario del día, el sacerdote camina alrededor del altar llevando el epitafio sobre su cabeza, sale del santuario en procesión solemne y lo coloca en una mesa con forma de sepulcro que ha sido colocada en la nave del templo y decorada con flores, simbolizando el sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo. El epitafio es reverentemente puesto allí para la veneración de los fieles. Durante estos momentos el coro canta:
El Noble José, habiendo bajado Tu Cuerpo purísimo desde el Madero, lo ungió con aromas, y lo envolvió
en un lino fino, y lo depositó en sepulcro nuevo. (Tropario de Jueves Santo)
El oficio de Matutinos de Sábado Santo normalmente se celebra anticipadamente el día Viernes Santo en la Noche. Cuando llegan los fieles a la iglesia, se encuentra el epitafio aún en medio de la nave, en la simbólica tumba. Cada uno se acerca al ícono para venerarlo, expresando su amor por Cristo y su salvadora pasión y santa resurrección al tercer día, que concede la vida al mundo.
Se da comienzo al oficio de Matutinos en la forma habitual, con la entonación de “Dios el Señor...”, y el tropario “El Noble José...”, continuando con los siguientes dos troparios:
Cuando descendiste a la Muerte, oh Vida Inmortal, aniquilaste el Infierno con el relámpago de Tu Divinidad. Y cuando levantaste a los muertos que estaban bajo la tierra, clamaron a Ti todos los poderes celestiales, oh Dador de Vida. Gloria a Tu Resurrección, oh Cristo. Gloria a Tu Dominio. Gloria a Tu Plan de Salvación, oh Único Amante de la Humanidad.
El ángel que estaba junto al sepulcro dijo a las miróforas, la mirra es apto para los muertos, pero Cristo se ha mostrado libre de toda corrupción.
En lugar de la habitual lectura de los catismas, se cantan tres conjuntos de versículos que alaban al Señor Crucificado. Estos versos se conocen como Las Lamentaciones o Elogios Fúnebres, y son una sublime muestra de la poesía y teología bizantina. Algunos de sus textos, que se cantan reverentemente frente al sepulcro de Cristo, incluyen los siguientes :
Oh Cristo Vida, fuiste colocado en un sepulcro, y los ejércitos angelicales se maravillaron glorificando Tu condescendencia.
Bajaste a la tierra para salvar a Adán, y no encontrándolo allí, oh Soberano, descendiste al Infierno a buscarlo.
Los Serafines temblaron, oh Salvador al verte en la Alturas, inseparablemente uno con el Padre, y abajo en la tierra yaciendo muerto.
Todas la generaciones ofrecen alabanzas a tu sepultura, oh Cristo.
No te lamentes Madre porque ahora sufro, es para salvar a Adán y a Eva.
Todos estos versos, aunque cantan de la temible pasión de Cristo, al mismo tiempo reflejan siempre la certeza y alegría de la Resurrección. Los textos glorifican a Dios como “Vida y Resurrección”, y se maravillan ante su humilde condescendencia hasta la muerte.
En la persona de Jesucristo, se encuentra la perfecta unificación del amor perfecto del ser humano hacia Dios, y el amor perfecto de Dios hacia el ser humano. Es este amor divino-humano que se contempla y se alaba frente la tumba del Salvador.
El templo está iluminado con la luz de las velas sostenidas en manos de los fieles, y el primer anuncio de las mujeres que llegaron a la tumba buscando el cuerpo de Cristo resuena en la congregación. “Al alba las miróforas llegaron al sepulcro a perfumar Tu cuerpo.” El sacerdote rocía a la congregación y el templo entero con agua de rosas, mientras se proclama este primer anuncio de la Buena Nueva de la salvación alcanzada por la Resurrección de Cristo.
Los himnos del Canon de Matutinos siguen alabando la victoria de Cristo sobre la muerte mediante su propia muerte, y utilizan a cada uno de los cánticos del Antiguo Testamento como una imagen prefigurativa de la salvación del ser humano mediante Cristo. Aquí, se expresa por primera vez el sentido de este sábado --- en particular, este sábado en el cual Cristo yacía muerto e inánime --- es el más bendito séptimo día que jamás haya existido. Este es el día en que Cristo descansa de toda su obra de la re-creación del mundo. Este es el día en que el Verbo de Dios “por quién todo fue hecho” (Juan 1,3) descansa como un hombre muerto en la tumba, por la salvación del mundo que Él ha creado y para la resurrección de los muertos.
Este es el sábado bendito en que Cristo duerme, mas se levantará de nuevo al tercer día. (Kontakion y Oikos del Sábado Santo)
Nuevamente, el Canon se concluye proclamando la victoria de Cristo:
No llores por mí, oh Madre, viendo en la tumba, al Hijo a quien diste a luz de modo maravilloso. Pues me levantaré y seré glorificado, y en mi gloria divina yo exaltaré eternamente a todos los fieles que con fe y amor te glorifiquen. (Novena Oda del Canon.)
Después de la entonación de algunos himnos de alabanza, el sacerdote nuevamente inciensa la tumba de Cristo, mientras el coro canta la Gran Doxología. Luego, al canto del Trisagion, todos los presentes, velas encendidas en mano, salen en procesión de la Iglesia. Cuatro miembros de la congregación llevan el Epitafio sobre la cabeza del sacerdote, quien lleva el libro de los Santos Evangelios en sus manos. La procesión va hasta el exterior del templo. Esta procesión da testimonio de la victoria total de Cristo sobre los poderes de la oscuridad y de la muerte. El universo entero es purificado, redimido y restaurado.
Mientras la procesión vuelve al templo, nuevamente se cantan los troparios del día, y se lee con gran solemnidad la profecía de Ezequiel acerca de los “huesos secos” de Israel:
Y vosotros sabréis que Yo soy el Señor, cuando abra tus tumbas, oh pueblo mío.... Yo pondré mi espíritu entre vosotros, y viviréis…” (Ezequiel 37,1-14)
Luego se cantan los versículos del salmo que llaman a Dios a levantarse, a elevar Sus manos y a dispersar Sus enemigos, en tanto que los justos exultarán (Salmo 67,2-4). Después se lee la epístola de San Pablo a los Corintios: “Cristo nuestro cordero pascual ha sido sacrificado.” (I Corintios 5,6-8). El oficio concluye con la lectura del Evangelio que relata cómo la tumba de Cristo fue sellada, y con las oraciones de intercesión y la bendición final habituales.
Estos oficios de Vísperas y Matutinos del Sábado Bendito, junto a la Divina Liturgia que se celebra a continuación (el Sábado Santo por la mañana), son en verdad una obra maestra de la tradición litúrgica ortodoxa. No son, de ninguna manera, la simple recreación dramática de la muerte y sepultura históricas de Cristo. Tampoco son una especie de reproducciones rituales de algunas escenas de los evangelios. Son, mas bien, la más profunda penetración espiritual y litúrgica al significado eterno de los acontecimientos salvíficos de Cristo, contemplados y glorificados desde ya con total conocimiento de su significado y poder divinos.
La Iglesia no hace como si desconociera qué va a suceder con el Jesús crucificado. La Iglesia es perfectamente consciente que es el fruto que brota del costado herido de Cristo y de las profundidades de su tumba. Tampoco se lamenta inútilmente de Su crucifixión y Su muerte. A través de todos los oficios, se contempla y se proclama la victoria de Cristo y su Gloriosa Resurrección. Pues es únicamente a la luz de la victoriosa resurrección que el más profundo significado divino y eterno de los acontecimientos de la pasión y muerte de Cristo pueden ser verdaderamente comprendidos, adecuadamente apreciados, y correctamente glorificados y alabados.
En la mañana del Gran Sábado Santo, se celebra las Vísperas unidas a la Divina Liturgia de San Basilio el Grande[6]. Este oficio ya pertenece al domingo de Pascua. Comienza como de costumbre con el salmo 103, la letanía de la paz, el Lucernario y las stijiras, y la entrada con el Evangeliario y la entonación del himno vespertino “Radiante Luz”.
Después de la entrada con el libro de los Santos Evangelios, se leen quince lecturas del Antiguo Testamento[7], todas relacionadas con la obra creadora y salvífica que ha sido recapitulada y cumplida en la venida del Mesías. Además de las lecturas de Génesis acerca de la creación, y las de Éxodo acerca de la pascua - éxodo de los israelitas, se leen pasajes seleccionados de Isaías, Ezequiel, Jeremías, Daniel, Zefanías, y Jonás, además de Josué y Reyes. También se cantan el Cántico de Moisés y el de los Tres Jóvenes que se encuentran en el libro de Daniel.
Después de estas lecturas del Antiguo Testamento, el sacerdote entona la habitual exclamación litúrgica para el Trisagion (Santo Dios), pero en su lugar se can el verso bautismal de la Carta a los Gálatas: Vosotros que en Cristo os bautizasteis, de Cristo os revestisteis. Aleluya. (Gálatas 3,27)
Como siempre en la Divina Liturgia, sigue en este momento la lectura de la epístola. Se lee la epístola que normalmente se lee durante el oficio del bautismo en la Iglesia Ortodoxa. (Romanos 6,3-11) “Porque si fuimos sepultados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección.” (Romanos 6,5)
Después de la lectura de esta epístola, el sacerdote abre las Puertas Reales (que permanecían cerradas durante la lectura) y canta, junto a la congregación, los versos del Salmo 81: “Levántate oh Dios, y juzga la tierra. Porque Tú heredas todas las naciones.” Durante la repetida entonación de este versículo y otros versos que lo acompañan, el sacerdote pasa por todo el templo, esparciendo hojas de laurel (o bien pétalos de flores), tanto en el santuario como la nave, e incluso hasta las afueras del templo. Esta acción es también simbólica de la gozosa victoria eterna de Cristo Nuestro Dios y Salvador sobre la muerte.
Después de este alegre anuncio, el sacerdote lee el Evangelio prescrito para el día, tomado de San Mateo (28,1-20), anunciando la victoria triunfal de Cristo sobre la muerte y sus palabras de envío a los apóstoles: “Id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado…” Este mismo texto es el que se lee en la ceremonia del sacramento del bautismo.
Prosigue el resto de la Divina Liturgia, resplandeciente con el tema del triunfo de Cristo. El siguiente himno reemplaza el Himno de los Querubines en el Ofertorio:
“Que toda carne guarde silencio en temor y temblor, que aleje de sí todo pensamiento terrestre, pues el Rey de Reyes, y el Señor de Señores avanza para ser inmolado y darse en alimento a los fieles.
Los coros angélicos lo preceden con todos lo principados, las virtudes, los querubines de innumerables ojos, y los serafines de seis alas, que se cubren el rostro y cantan, Aleluya, aleluya, aleluya!
En lugar del himno a la Theotokos después de la consagración de los dones eucarísticos (Verdaderamente es digno bendecirte, oh Madre de Dios), se canta la Megalinaria de la Liturgia de San Basilio (Toda la creación se regocija en Ti, oh Llena de Gracia), o bien, la novena oda del canon de Matutinos, “No lamentes por mí, oh Madre mía, pues yo me levantaré…” El himno de la comunión es tomado del salmo 77: “El Señor se levantó como el que duerme y resucitó para salvarnos. ¡Aleluya!”
Se cumple la Divina Liturgia con la comunión con Aquel que yace muerto en cuerpo humano pero que es eternamente entronizado con Dios Padre; Aquel que, como Creador y Vida del Mundo, destruye la muerte con Su Muerte Vivificadora. Su tumba es, en verdad, fuente de nuestra resurrección.
Originalmente, esta Liturgia era la liturgia bautismal pascual de los cristianos. Hasta el día de hoy lo tenemos en herencia como la experiencia anual de cada cristiano de su propia muerte y resurrección junto al Señor.
“Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con Él; sabiendo que Cristo, habiendo
resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte ya no enseñorea más de él.” (Romanos 6,8-9)
Aunque Cristo yace muerte, Él en verdad está vivo. Está en la tumba, pero ya está “pisoteando la muerte con la muerte, y otorgando la vida a los que yacían en los sepulcros.” No queda nada más por hacer, excepto vivir la espera hasta el atardecer del Sábado Bendito en que Cristo duerme, esperando la medianoche cuando el Día de Nuestro Señor comenzará a brillar sobre nosotros, y la noche llena de luz vendrá cuando proclamamos junto al ángel, “Ha resucitado; no está aquí; mirad el lugar en donde le pusieron.” (Marcos 16,6)