Filareto, de la villa de Amnia en Paflagonia, era al principio un hombre con recursos, pero a causa de sus constantes limosnas, se hizo extremadamente pobre. No temía a la pobreza, y continuó con sus obras de caridad confiando en el Señor, quien ha dicho: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (cfr. San Mateo 5:7), sin prestar atención a las críticas de su esposa e hijos. Cierta vez, mientras araba en su pradera, un hombre se acercó a él para informarle que su buey había muerto uncido, y que no podía arar con un sólo un buey. Filareto desunció su propio buey y se lo dio. Entregó su caballo a un hombre que había sido llamado a la guerra, además del novillo de su última vaca—y cuando vio cómo la vaca echaba de menos a su novillo, también le dio la vaca. Y así el anciano Filareto quedó hambriento en una casa vacía, mas este oraba a Dios, encomendándose a él. En aquel tiempo, la emperatriz Irene estaba en el trono con su joven hijo Constantino, y según la costumbre de aquel tiempo, la Emperatriz envió emisarios por todo el Imperio con el fin de de hallar a la mejor y más distinguida doncella para casar a su hijo. Por la providencia divina, estos varones encontraron la casa de Filareto y vieron a su bella y modesta nieta María, hija de Hipacia, y la llevaron a Constantinopla. El Emperador estuvo complacido con ella y la tomó por esposa; y trajo a Filareto y a toda su familia a la capital, colmándolos de de honor y riquezas. Filareto no se llenó de orgullo por este cambio de fortuna, sino que, con gratitud a Dios, hizo aún mayores obras de misericordia que antes, permaneciendo así por el resto de sus días. A los noventa años, reunió a sus hijos a su alrededor y, habiéndolos instruído a aferrarse a Dios y a su Ley, predijo a cada uno como se desarrollarían sus vidas, tal como nuestro padre Jacob hizo en la antigüedad (cfr. Génesis 49). Cuando hubo hecho esto, se retiró a un monasterio y allí encomendó su alma en manos de Dios. Al morir, su rostro brilló como el sol y un dulce aroma emanaba de su cuerpo; muchos milagros fueron obrados sobre sus reliquias. Este justo varón de Dios entró a su descanso en el 797 d. C. Su esposa, todos sus hijos, y todos sus nietos vivieron y murieron en el Señor.
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