Jacobo nació de padres cristianos en la ciudad persa de Elapa (o Vilat), fue criado en la fe cristiana, y se casó con una mujer cristiana. El rey persa Yezdegeherd se complacía en Jacobo a causa de sus dones y habilidades, y lo hizo un noble de su corte. Halagado por el Rey, Jacobo cayó bajo engaño y comenzó a ofrecer sacrificios a los ídolos que este adoraba. Cuando su madre y su esposa se enteraron de esto, le escribieron una carta para reprocharle; en la misma, se lamentaban por él como por uno que ha apostatado y está espiritualmente muerto. Al final de la carta, empero, le rogaban que se arrepintiese y regresara a Cristo. Conmovido por esta carta, Jacobo se arrepintió amargamente, y confesó valientemente su fe en Cristo ante el Rey. Enfurecido, el Rey lo condenó a muerte mediante una tortura particular: su cuerpo entero sería descuartizado, pedazo por pedazo, hasta que expirase. Los verdugos cumplieron esta orden del malvado rey al pie de la letra: cortaron los dedos de las manos de Jacobo, luego los de sus pies, sus piernas y brazos, sus hombros, y finalmente su cabeza. Con cada corte, Jacobo daba gracias a Dios. Un dulce aroma, como de ciprés, emanaba de sus heridas. Así este maravilloso varón se arrepintió de su pecado y presentó su alma a Cristo su Dios en el Reino celestial. Jacobo padeció alrededor del año 400 d. C. Su cabeza se encuentra en Roma, y parte de sus reliquias en Portugal, donde se le conmemora el 22 de mayo.
Reflexión:
Cuando los verdugos cortaron el pulgar derecho de san Jacobo, este dijo: «Aún la viña es cortada de este modo, para que a su tiempo crezca el nuevo sarmiento» (cfr. San Juan 15:2). Cuando le cortaron el próximo dedo, dijo: «Recibe también, Señor, el segundo sarmiento que has sembrado». Al cortársele el tercero, dijo: «Bendigo al Padre, al Hijo, y al Espíritu Santo». Al cortársele el cuarto, dijo: «Tú que aceptas la alabanza de las cuatro seres vivientes, acepta el sufrimiento del cuarto dedo» (cfr. Apocalipsis 4:6-8). Al cortársele el quinto, dijo: «Que mi gozo sea cumplido como el de las cinco vírgenes prudentes en las bodas» (cfr. San Mateo 25:1-10). Al cortársele el sexto dedo, dijo: «Te doy gracias, Señor, que en la hora sexta extendiste tus purísimos brazos sobre la cruz, por me has hecho digno de ofrecerte mi sexto dedo» (cfr. San Mateo 27:33-45). Al cortársele el séptimo dedo, dijo: «Como David, que te alababa siete veces al días, te alabo por el séptimo dedo cortado por tu causa» (cfr. Salmo 118 [119]:164). Al cortársele el octavo dedo, dijo: «Tú fuiste circuncidado, oh Señor, en el octavo día» (cfr. San Lucas 2:21). Al cortársele el noveno dedo, dijo: «En la hora nona encomendaste tu espíritu en manos de tu Padre, oh mi Cristo, y te doy gracias por el sufrimiento de mi noveno dedo» (cfr. San Mateo 27:46-56). Al cortársele el décimo dedo, dijo: «Te canto con el arpa de diez cuerdas, oh Dios, y te doy gracias porque me has hecho digno de padecer el corte de los diez dedos de mis dos manos, por los Diez Mandamientos escritos en tablas de piedra» (cfr. Salmo 32 [33]:2). ¡Que fe y amor tan maravillosos! ¡Qué alma noble la de este príncipe de Cristo!